Bienvenido

Tu lugar para leer, opinar y compartir vivencias sobre las relaciones padre-hijo. Siéntete como en casa.

jueves, 31 de mayo de 2012

La maquinita

El temor a las consolas de juego es en principio tan comprensible como el miedo a la ludopatía y al ensimismamiento enfermizo. Cualquiera de nosotros habrá prejuzgado y seguramente condenado la escena en que los padres están tranquila o animadamente en un restaurante u otro lugar público mientras el o los niños se entretienen con la Nintendo o la Play sin participar -entrometerse para algunos- en la convivencia. Pero nuestro juicio variará radicalmente si nos imaginamos por un momento que esos niños pueden ser los Bill Gates (Microsoft), Steve Jobs (Apple), Jack Dorsey (Twitter), Marc Zuckerberg (Facebook), Larry Page (Google) o Shigeru Miyamoto (creador de Mario Bros) del futuro inmediato. ¿Poco probable?  Muy poco, tanto como que el niño nos salga un Messi o un Cristiano Ronaldo del fútbol o como formar parte del 0.6% de la población adulta que según British Gambling Prevalence Survey tiene problemas con las apuestas.
       Yo no sé qué hubiera sido de mi vida si en mi adolescencia las maquinitas hubieran sido tan accesibles como ahora y no se hubiera necesitado "insert coin" para jugar a las "flipper" (en la imagen) que entonces proliferaban. Pero sí intuyo que la de algunos que me rodeaban y sí que disponían de la moneda que introducir habría sido la misma que finalmente ha resultado ser, porque en el fondo ya habían elegido cómo vivirla y lo de la "flipper" era apenas una anécdota dentro de un amplio conjunto de actitudes y comportamientos alentados en muchas ocasiones por los progenitores.
       Ni que decir tiene que comparto, si no el temor, sí la prevención de mi generación, marcada por 2001 Odisea en el espacio, de Stanley Kubrick, ante las maquinitas. De ahí que la Nintendo DS no entrara en casa hasta que D. cumplió 6 años, aunque para entonces ya había trasteado mi ordenador (del que nunca más se supo) y jugado a aquélla con amigos que la tenían. La consecuencia se hizo sentir inmediatamente: J. ya empezó a jugar a la consola cuando aún no había cumplido 3 años y H. cuando contaba con apenas año y medio. La XBOX entró con 7 años del mayor, así que J. se manejaba como un experto con 4 años recién cumplidos y H. ya se ha estrenado con ella, y con el ordenador portátil, a su modo, como se puede apreciar en la imagen de abajo mientras ve unos dibujos de Mickey Mouse "a la carta".
       Las disensiones con mi mujer, M., se produjeron con frecuencia, ya que yo ponía menos pegas que ella a que jugaran con las consolas, aunque coincidíamos en que nunca lo hicieran cuando salíamos. Un punto de encuentro fue también limitar el uso a fin de semana y periodos vacacionales, algo a lo que no hemos encontrado oposición por parte de los niños y que recomiendo para que ellos distingan con claridad entre obligación y devoción. Y a un uso racional ha contribuido también el ir descubriendo por su parte otros elementos: D. ya sólo juega cuando raramente no tiene nada mejor que hacer y J. me dijo ayer que ahora le gustan más sus zapatillas de fútbol con tacos que la XBOX. H. aún no se ha pronunciado.
       Una anécdota reveladora: Jugaba D. con niños saharauis dentro de una jaima en los campamentos de Tinduf cuando me pregunta si puede mostrarles su Nintendo DS, que yo había traído conmigo en previsión de cualquier larga espera en aeropuertos (v.d. Un paseo sobre las nubes). Después de un tira y afloja sobre la conveniencia de hacerlo, cedo a sus deseos, así que se la doy con la condición de que les enseñe a jugar. Observo entonces que el mayor de los saharauis, de unos 11 años, entabla una conversación con su abuela en árabe hasaní en un tono que a mí me resulta alto, como de riña o reproche, lo que me hace sentirme incómodo ante la posibilidad de haber creado un conflicto diplomático con la dichosa maquinita. El niño sale de la jaima acompañado de su hermanita y ambos regresan con... sendas Nintendo DS para conectarse con D. Y tan felices, ellos y yo.

viernes, 11 de mayo de 2012

Un paseo sobre las nubes

No monté en avión hasta casi los 30 años, y si por mí hubiera sido podría haber estado otros 30 sin hacerlo. Mi primera experiencia por encima del nivel de una noria -que también fue traumática- se reduce a un rostro lívido (el mío), dos manos sudorosas (las mías) aferradas a los reposabrazos del asiento y un cuerpo (supongo que el mío, porque no lo sentía) en continua tensión como intentando esquivar el golpe que me iba a propinar al estrellarnos. Durante los siguientes 20 años he ido alternando esta experiencia de pánico con otras de relajación-resignación sin haber perdido ni por un instante el miedo a volar, aunque sí que he conseguido disimularlo en buena medida, algo bastante conveniente cuando uno tiene hijos y no quiere que piensen que su padre es un cobarde ni transmitirles sus miedos y aprensiones.
       Y con este noble planteamiento por mi parte fue que compartí por primera vez avión con D. cuando éste contaba con apenas 6 años y medio de edad. Se trataba de viajar a los campamentos saharauis de Tinduf, en el sur de Argelia, y para ello tomábamos un vuelo en Alicante con destino Orán, luego unas horitas de espera en el aeropuerto de esta ciudad argelina, y finalmente otro vuelo, éste nocturno, a Tinduf. El primer trayecto dura apenas media hora, con lo que, añadido a que íbamos con más gente y esto ayuda a no pensar demasiado en lo por venir, logré mantener el tipo y comportarme como un personaje de una pieza que incluso se permitió mostrar al niño lo pequeñito que se va haciendo todo a medida que uno asciende en el aire, algo que D. asimiló durmiéndose a los pocos instantes de mi explicación.
       El segundo vuelo, el nocturno, ya no tuvo mayor historia dado que el niño se durmió apenas iniciado, con lo que, sumado a que a mí siempre me ha producido menos miedo sobrevolar desierto o mar que montañas, fue todo miel sobre hojuelas.
       A la vuelta, un vuelo de madrugada hasta Orán nuevamente con D. durmiendo angelicalmente y su padre, por tanto, sin nada que demostrar. Y ya desde la ciudad argelina de vuelta a Alicante, con un tiempo espléndido y un cielo sólo tachonado por alguna nube baja, D. observó a través de la ventanilla y formuló la gran pregunta:
       -Papá, ¿se puede caminar encima de las nubes?
       -No, hijo, qué va. Las atravesarías y caerías desde una gran altura -fue mi respuesta, a lo que esperé ansioso su réplica en forma de temor o de curiosidad.
       -!Ah! -dijo. Y se durmió.
       Plácidamente, sin aspavientos ni miedos, se durmió, mientras yo bendecía la inconsciencia de no pensar que bajo los pies de uno se abre el abismo y que en una caída desde 8.000 metros de altitud da tiempo a pasarlo muy mal. Y, estoy convencido, mientras dormía soñó que caminaba sobre las nubes.

viernes, 4 de mayo de 2012

Si tú lees, ¿ellos leen?



Una anécdota que relataré luego me trae a la memoria la reciente campaña "Si tú lees, ellos leen", del Ministerio de Cultura (v.d. arriba quien no la haya visto o quiera refrescar la memoria). Escena idílica en la que el papá lee un libro-todo-letras, la hija un libro ilustrado y la mamá un periódico mientras desayunan. Hay que suponer que la escena, reforzada por una música relajante, se produce en fin de semana o que se trata de una familia muy madrugadora como para poder dedicarse a la lectura tan reposadamente en día laborable y/o lectivo. La coordinación es tan perfecta que el papá y la niña se ponen la servilleta en la pechera, se sirven la leche en la taza y sorben al mismo tiempo, lo que muestra una vez más que la imitación es básica en el aprendizaje humano y que la niña lee porque remeda lo que ha mamado en casa: a papá y mamá enfrascados en la lectura. Hasta aquí todo genial, muy bonito, pero...
       -¿Qué ocurre si añadimos un niño, algo habitual en la familia tipo española?
       Reto a cualquier publicista a que repita este anuncio con un vástago más a la mesa y pretenda hacernos creer que también está dedicado religiosamente a la lectura. Lo más normal será, por el contrario, que se produzca un rifirrafe porque uno de los dos -y no quiero decir si son tres- no quiere leer sino jugar o, sencillamente, hablar, algo que perturbará al resto y hará añicos la pacífica convivencia.
       De aquí cabe deducir la primera ley del fomento de la lectura familiar: A mayor número de retoños, menores posibilidades de leer en comandita.
       -¿Qué ocurre si no es fin de semana?
       -Las posibilidades de que uno se ponga a leer mientras desayuna disminuyen un 99% si no es en fin de semana o vacaciones. Además, en cualquiera de estos dos últimos casos, la probabilidad de coincidir todos a la mesa "desayunal" es casi ínfima, tan ínfima como que todos se levanten al mismo tiempo y además tengan ganas de leer con la legaña puesta.
       De lo antedicho se deduce una segunda ley universal: la probabilidad de que la familia lea junta es de aproximadamente 1-1000000000000000000000000000, es decir, nula.
       -¿Por qué doblan la esquina del libro?
       Gesto tan feo como pasar las páginas chupándose la yema de los dedos. Esto además puede deparar fatales consecuencias, como ya ilustró Umberto Eco en "El nombre de la rosa".
       -¿Cuándo se habla en casa?
       -Si el desayuno se dedica a la lectura, habrá que reservar la comida o la cena para la charla familiar común, siempre y cuando exista quórum, no haya que pelear con alguno de ellos para que coma o tenga uno que comer de pie para atender a la prole.
       Sobre la base de lo antedicho sólo cabe concluir que, a menos que tengas chacha, no es nada fácil el fomento del hábito lector en casa, pese a lo cual no hay que renunciar. El pasado domingo, aprovechando que J., el mediano, se había dormido pronto, conseguí hacer con D., el mayor, lo que él llama club de lectura: llegada la noche, él se acuesta en su cama ya listo para dormir y con un libro; yo me tumbo a su lado con otro libro y ambos leemos y, llegado el caso, preguntamos o comentamos. En esto que oímos los pasitos que anunciaban la llegada de H., que cumple dos años este mes, lo cual suele llevar consigo la interrupción o anulación del club por interferencias insuperables. H. se nos quedó mirando, reflexionó durante unos instantes y volvió sobre sus pasos. A su regreso traía bajo el brazo "El túnel" de Ernesto Sábato, que había cogido sin más de la biblioteca doméstica para sumarse al club, algo que, pobrecillo, desbarató nuestra risotada.

domingo, 29 de abril de 2012

Cuento del sábado noche

Puestos a compararse uno consigo mismo años atrás, podría decir que la fiebre del sábado noche (y del viernes y del jueves a veces) ha dado paso a la placidez del relato nocturno encaminado al descanso de los hijos (y a la postre, para qué nos vamos a engañar, de los padres). Con esto, uno, al igual que en la termodinámica, no se crea ni se destruye, tan sólo se transforma. Y de qué modo. Dado que por cuestiones laborales no puedo dormirlos con cuentos entre semana, lo hago sin excusas los fines de semana y en periodos vacacionales. Lo hago porque me gusta y, especialmente, porque me lo reclaman, lo cual resulta reconfortante porque es como deberse uno a su público, y eso siempre anima a continuar sobre el escenario.
       Y algo reseñable: me da la impresión de que se obtiene más éxito cuando el cuento es narrado que cuando es leído, quizás porque la primera opción lleva consigo menos aparataje -que en mi caso incluye ya las gafas y una luz decente- y de ese modo puede centrarse uno más en la teatralidad y en abrazarlos. Si lo científicos confirman esta hipótesis, será inevitable refrescar el recuerdo de los cuentos de la propia infancia, aprender de memoria unos cuantos o, mi opción preferida, inventarlos a vuelapluma, algo que quizás retraiga a muchos y espante a otros, pero que, por mi experiencia, puedo decir que no es nada difícil porque las posibilidades son tantas como el dar vuelo a la imaginación. La única condición es la de no desbarrar, porque se percatan enseguida de que estás diciendo incoherencias o delirando, cosa que suele ocurrir cuando te duermes escuchándote a ti mismo mientras hablas.
       Para que veáis que no hace falta ser los hermanos Grimm o Perrault para regalar el oído de un peque, ahí va el cuento que ha conducido esta noche a J. (4,5 años) y H. (23 meses) a los brazos de Morfeo y que a buen seguro no figurará en ninguna antología del cuento infantil ni del relato edificante:

       (Nombre del niño 1) y (nombre del niño 2) eran dos hermanitos, de 4 y 2 años, que un buen día decidieron que iban a pasear solos a su perrito, que se llamaba Guauguau. Así que, ni cortos ni perezosos, y sin decírselo a sus papás, se encaminaron hacia un parque para jugar todos juntos. Pero hete aquí que, al soltarlo cuando llegaron, Guauguau se escapó corriendo y brincando, y los dos niños salieron detrás para alcanzarlo, pero Guauguau corría tanto que lo perdieron de vista. Asustados, miraron debajo de las piedras, encima de los árboles, detrás de los bancos... pero nada, el perrito no aparecía.
       Cuando ya se daban por vencidos, observaron que un niño mayor, de por lo menos 7 años, tenía en brazos un animalito muy parecido a Guaguau, así que se acercaron hasta él y, !bien!, allí estaba, era él. Los dos niños y el perrito saltaron de alegría al volverse a encontrar, pero enseguida se dieron cuenta de que no iba a ser fácil recuperarlo: aquel niñazo tenía cara de malo y no parecía alegrarse como ellos.
       -Hola, ¿nos devuelves a nuestro perrito? -le preguntó el mayor de los hermanitos.
       -¿Y yo cómo sé que es vuestro? -respondió el niño, aún con cara de más malo.
       -Por lo contento que se ha puesto al vernos -contestó (nombre del hermano mayor).
       -Pues por muy contento que se haya puesto no voy a devolvéroslo, porque me lo he encontrado yo y a partir de ahora es mío y sólo mío -replicó el malote.
       Los dos hermanitos se miraron uno al otro y parecieron entenderse: aprovechando que el niñote tenía cogido a Guauguau con las dos manos, (nombre del hermano mayor) se abalanzó contra aquél y le propinó un cachete que lo dejó turulato, mientras que (nombre del hermano menor) le daba un mordisco en el muslo con sus dientecillos recién estrenados y el perrito le arreaba un lametón en los ojos que lo dejaba ciego por unos minutos y le daba oportunidad de escapar, lo que aprovecharon los tres para salir pitando y regresar finalmente sanos y salvos a casa, donde, por cierto, recibieron una buena reprimenda por haberse marchado al parque solos y sin habérselo dicho a sus papás, algo que prometieron que no volvería a ocurrir.
      
        Y tal que así el bebé se había dormido, mecido por el susurro, antes de acabar y el mediano hizo lo propio sin poner una sola pega nada más escuchar el colorín colorado.